Por precarias que sean sus condiciones de salud, el papa Francisco no solo no muestra la más mínima voluntad de renunciar al papado, sino que tampoco quiere delegar a otros el mando sobre todo lo que más le importa.
Y lo hace sin poner límite alguno a sus poderes de monarca absoluto, que siempre se ha asignado. No han pasado ni dos años desde que promulgó la nueva Ley Fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano, en sí inviolable como todas las constituciones, y ya la ha violado clamorosamente dos veces, precisamente desde la cama del Policlínico Gemelli.
La primera vez fue el 15 de febrero, un día después de su ingreso, cuando nombró a la hermana Raffaella Petrini como gobernadora del Estado de la Ciudad del Vaticano, sin tener en cuenta los artículos de la Ley Fundamental que reservan este cargo a un cardenal. La segunda vez fue el 25 de febrero, cuando nombró a dos secretarios generales del mismo gobernatorato, cuando la Ley Fundamental prevé solo uno, y asignó a la hermana Petrini la tarea de repartir las funciones entre ambos.
En este segundo caso, el doble nombramiento se hizo público con la advertencia de que el papa modificaba simultáneamente, para que concordasen, los cánones de signo opuesto de la Ley Fundamental y de la Ley n. CCLXXIV sobre el gobierno del Estado Vaticano. Pero hasta hoy no se ha cambiado nada en los textos de ambas leyes, según se puede consultar en el sitio oficial de la Santa Sede.
Tampoco se ha corregido en lo más mínimo esa sorprendente primera línea del preámbulo de la Ley Fundamental que, por primera vez en la historia, asigna al papa “en virtud del ‘munus’ petrino” el ejercicio de “poderes soberanos también sobre el Estado de la Ciudad del Vaticano”, como si lo gobernara por derecho divino.
Cuando el 13 de mayo de 2023 se promulgó la Ley Fundamental, esta línea hizo estremecer de horror a los especialistas en derecho canónico de todo el mundo, con raras excepciones, encabezadas por el cardenal y jesuita Gianfranco Ghirlanda, el canonista que ha hecho esto y más cosas para Francisco, a su entero servicio. No sorprende, por tanto, que el papa se haya irritado especialmente, en la cama del Gemelli, cuando la televisión italiana difundió imprudentemente la “fake news” de que el 20 de febrero Ghirlanda lo había visitado en el hospital, generando la sospecha de quién sabe qué nueva maquinación, quizás para cambiar las reglas del cónclave y del precónclave. Siguió un inmediato e inusual desmentido por parte de la sala de prensa de la Santa Sede, evidentemente por orden superior.
En cambio, la misma sala de prensa informó de la audiencia concedida en el hospital por el papa el 24 de febrero al cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado, y a su sustituto para asuntos generales, el arzobispo venezolano Edgar Peña Parra. El motivo de la audiencia era autorizar al dicasterio de las causas de los santos a proclamar algunos nuevos santos y beatos, con el concomitante consistorio de cardenales que siempre se celebra en estos casos, pero que con un papa en precario estado de salud suscita una especial alerta, recordando aquel consistorio del 11 de febrero de 2013 en el que Benedicto XVI anunció por sorpresa su renuncia.
Pero en el comunicado sobre la audiencia del 24 de febrero también había algo no dicho: la voluntad de Francisco de mostrar que sus referentes de primer orden en la curia —a quienes también recibió el 2 de marzo— son Parolin y Peña Parra, y más el segundo que el primero.
Parolin, de hecho, ha sufrido más el pontificado de Francisco que colaborado con él. Excluido inicialmente del reducido grupo de cardenales llamados por el papa para asesorarlo en el gobierno de la Iglesia universal, ha visto cómo los poderes de la secretaría de Estado mermaban año tras año, hasta la completa sustracción de los fondos de su competencia. Sin mencionar el desastre reputacional infligido por el proceso vaticano montado sobre la imprudente compra de un palacio en Londres, en Sloane Avenue.
En cuanto a la política internacional, también aquí Francisco siempre ha preferido hacer y deshacer a su voluntad, quizás con la ayuda de la Comunidad de San Egidio, sin que la secretaría de Estado lograra actuar como contrapeso.
El último desaire del Papa a Parolin fue, el 6 de febrero, la prórroga indefinida, como decano del colegio cardenalicio, del nonagenario Giovanni Battista Re, que había llegado al final de su mandato. A quien ocupa este puesto le corresponde supervisar el precónclave y el cónclave, y Parolin tendría todas las credenciales para ser elegido como nuevo decano por el reducido círculo de “cardenales obispos” que tienen tal facultad de elección, y del cual también forma parte. Pero evidentemente Francisco no quiere que le toque a Parolin gobernar su sucesión.
El venezolano Peña Parra, en cambio, no solo ha sido elegido y querido cercano a él por Francisco como su principal ejecutor, sino que muestra actuar amparándose en la cobertura papal incluso para operaciones que van más allá de los límites de la legalidad.
El último episodio revelador de esta proximidad entre Peña Parra y el Papa tuvo que ver con el sacerdote argentino Ariel Alberto Príncipi, del movimiento carismático, reducido al estado laical en junio de 2023 por el tribunal interdiocesano de Córdoba, autorizado por el dicasterio vaticano para la doctrina de la fe, y luego condenado nuevamente, tras su apelación, por otro tribunal eclesiástico, el de Buenos Aires, en abril de 2024.
La condena se basó en las denuncias de tres jóvenes, menores de edad en el momento de los hechos, de haber sufrido “imposiciones de manos de carácter libidinoso” por parte del sacerdote, durante ritos de sanación realizados por él, algunos de ellos en presencia de otros fieles.
Príncipi siempre se ha declarado inocente, víctima de una errónea interpretación de sus gestos. Pero su caso parecía cerrado, a la espera solo de la condena definitiva por parte del dicasterio para la doctrina de la fe, que es la única instancia vaticana autorizada para ocuparse de tales delitos.
Sin embargo, el pasado 25 de septiembre, la diócesis de Río Cuarto, a la que pertenece Príncipi, anunció haber recibido de la secretaría de Estado un edicto, firmado por el sustituto Peña Parra, que ordenaba la reintegración de Príncipi al sacerdocio, aunque con algunas limitaciones en el ejercicio del ministerio. Esto “a raíz de nuevas pruebas proporcionadas por algunos obispos diocesanos de Argentina”.
Pero dos semanas después, el 7 de octubre, el arzobispo John Kennedy, jefe de la sección disciplinaria del dicasterio para la doctrina de la fe, que tiene competencia exclusiva en la materia, decretó nulo el anterior edicto de Peña Parra y confirmó definitivamente la condena de Príncipi.
¿Caso cerrado? Jurídicamente sí, pero queda abierto el misterio de esta sorprendente intromisión del sustituto Peña Parra en un proceso canónico, que habría implicado su inmediato despido de haberse realizado sin el aval del papa Francisco.
Luego está la incógnita sobre el papel desempeñado en el caso por el prefecto del dicasterio para la doctrina de la fe, el cardenal argentino Víctor Manuel Fernández, quien formalmente aparecería como parte perjudicada por el abuso de poder del sustituto secretario de Estado, pero es al mismo tiempo amigo desde hace mucho tiempo de Príncipi y, sobre todo, muy cercano al papa.
Y también queda por entender el comportamiento del papa Francisco, con su dejar hacer primero una cosa y luego su contraria: una contradicción que, en verdad, no es nueva en su forma de gobernar.
Lo cierto es que Francisco reserva a su Argentina una atención muy particular, con decisiones tomadas por él en perfecta soledad, no pocas veces desastrosas.
Otro caso emblemático es el de su viejo amigo y protegido Gustavo Oscar Zanchetta, nombrado obispo poco después del inicio del pontificado, pero luego procesado en los tribunales civiles argentinos por abusos sexuales a seminaristas, con la confirmación en apelación hace un mes de su condena a cuatro años y seis meses de prisión.
Retirado en 2016, cuando las acusaciones aún no habían salido a la luz, Zanchetta fue puesto a salvo en el Vaticano con un puesto de fachada creado por el papa especialmente para él, el de asesor de la Administración del Patrimonio de la Santa Sede. Pero incluso después de su condena, que cumplirá en parte en prisión y en parte bajo arresto domiciliario, las autoridades vaticanas no han llevado a cabo ninguna investigación canónica en su contra, aunque anunciada en 2019, ni han tomado medida disciplinaria alguna.
En las últimas semanas, Zanchetta estaba en Roma para recibir tratamiento médico en el Policlínico Gemelli, el mismo donde ha sido hospitalizado el papa. Siempre disfrutando de su manifiesta protección.
Pero el de Zanchetta no es un caso aislado. Son ya varios los obispos argentinos nombrados personalmente por el papa Francisco y pronto obligados a dejar sus cargos, por acusaciones de delitos o por ineptitud.
El último caso salió a la luz el pasado 13 de febrero con la repentina renuncia del obispo de San Rafael, Carlos María Domínguez, de 59 años, nombrado por el papa apenas dos años antes pero ahora bajo investigación por abusos sexuales a tres jóvenes varones.
Hace menos de un año, el 27 de mayo, otra renuncia repentina causó revuelo: la del arzobispo Gabriel Antonio Mestre, de 57 años, de la sede de La Plata, a la que Francisco lo había promovido hacía menos de un año.
Anteriormente, Mestre había sido obispo de su diócesis natal, Mar del Plata. Pero el primer sucesor nombrado por el papa en su lugar en esta diócesis, José María Baliña, tuvo que dimitir menos de un mes después, oficialmente por razones de salud. Y el segundo, Gustavo Larrazábal, tuvo que hacer lo mismo incluso antes de tomar posesión, por acusaciones de abuso de poder y acoso por parte de una mujer.
Mientras tanto, la diócesis de Mar del Plata estaba siendo administrada por el vicario general diocesano Luis Albóniga. Pero poco después del nombramiento de un tercer obispo, el jesuita Ernesto Giobando, amigo del papa desde hace tiempo, también Albóniga tuvo que tomarse un “momento de descanso”, debido a una investigación canónica iniciada en su contra por cargos no especificados.
Después de esto, en un comunicado, Mestre atribuyó su forzada renuncia de la archidiócesis de La Plata al resultado de una conversación en Roma entre él y el papa Francisco, “tras confrontar algunas percepciones diferentes sobre lo ocurrido en la diócesis de Mar del Plata”: un caos que, evidentemente, se le atribuye en buena medida.
En resumen, haciendo y deshaciendo demasiadas cosas solo y, sobre todo, despreciando las leyes y con estos resultados nada destacables, Francisco entrega de hecho a su sucesor una advertencia: la de desconfiar en grado sumo de querer hacer también él de papa rey.
Pero sin prisa. A la primera ministra italiana Giorgia Meloni, recibida en el Gemelli el 19 de febrero con una decisión también enteramente suya, Francisco le dijo que sabe bien que hay quienes rezan por su muerte, pero que, mientras tanto, “el Señor de la mies ha pensado dejarme aquí”.
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Sandro Magister ha sido firma histórica, como vaticanista, del semanario “L’Espresso”.
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