Que el éxito de Donald Trump sea también el resultado de un rechazo popular al lenguaje “políticamente correcto” y a la ideología “woke” impuestos por las élites progresistas, especialmente en temas de género y sexualidad, es un hecho ampliamente reconocido.
Lo que es menos evidente es cuán seria es la derrota percibida por estas mismas élites. Y también por la Iglesia católica, en la medida en que forma parte de ellas.
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En Italia, entre los intelectuales, algunas voces destacadas han comenzado a alzarse con tonos autocríticos.
El 6 de marzo, en una entrevista con “la Repubblica” —el principal diario de la cultura progresista—, Giuliano Amato, de 86 años, jurista y político de izquierda, ex primer ministro, ex presidente del Tribunal Constitucional y en varias ocasiones candidato a la presidencia de la República, atribuyó la derrota también a “demócratas convencidos como yo, que en los últimos cincuenta años han apoyado cualquier batalla progresista sin darse cuenta a tiempo de la creciente distancia, a veces excesiva, respecto a los valores tradicionales que mantienen unidas a nuestras sociedades”. Es decir, sin entender que “una democracia liberal no se debilita si aceptamos libertades más limitadas y cierta convivencia con los valores tradicionales”.
Tras Amato, con un tono aún más explícito, Ernesto Galli della Loggia, de 82 años, profesor de historia contemporánea, escribió en un editorial en el “Corriere della Sera” del 12 de marzo:
“Ya se tratara de la reproducción de la vida o de las formas de la muerte, de los rasgos de la parentalidad o de la moral sexual, del significado de la familia, de la paz y la guerra, de transformar cada necesidad en un derecho, invariablemente toda la Italia que se consideraba progresista abrazó el partido de lo ‘políticamente correcto’, con una actitud de supuesta superioridad, cuando no de abierta hostilidad, hacia quienes pensaban distinto”.
Todo esto sin advertir que, “para gran parte de las clases populares, esta hegemonía del ‘novismo’ significó una dolorosa ruptura con su identidad, aún muy arraigada en el pasado por mil razones”.
Al igual que Amato, Galli della Loggia advirtió a las élites que “no se encierren en sí mismas, que permanezcan abiertas y escuchen todas las voces de la sociedad, sin silenciar a las que no les agradan”. De lo contrario, el voto “antes o después las castigará”, como ocurrió en Estados Unidos con Trump, respecto a quien “corresponde ante todo a las élites europeas unirse a sus pueblos para frustrar sus planes”.
Una tercera intervención en la misma línea fue la de Giuliano Ferrara, de 73 años, en “Il Foglio” del 13 de marzo. Su voz no es nueva en la crítica al “silencio cultural de los progresistas”, pero esta vez recordó que Amato —aunque no creyente, como Galli della Loggia y el propio Ferrara— “había expresado dudas e incluso algo más sobre el aborto”, cuando las élites progresistas pretendían convertirlo en “un derecho absoluto e incondicional”.
“Por estas objeciones éticas”, añadió Ferrara, “Amato tuvo algunos problemas, pues el progresismo moral puede ser agresivo y censor, pero actuó con prudencia, como es su estilo, y salió ileso”. Además, “frecuentaba el ‘Patio de los gentiles’, magnífica institución cultural ideada bajo Ratzinger y Ruini, para discutir con apertura no confesional, dentro y fuera de la Iglesia, las grandes cuestiones éticas, entre ellas el final de la vida, que es la expresión pudorosa o eufemística de otro ‘derecho’ que pronto terminará en alguna constitución europea: el derecho a morir”.
Con una importante advertencia, que Ferrara desarrolló en un artículo posterior en “Il Foglio” del 22 de marzo, retomando las tesis del célebre ensayo “La rebelión de las masas” (1930) del filósofo español José Ortega y Gasset.
Porque si bien es cierto que en Estados Unidos Trump ha capitalizado la rebelión de las masas contra las ideologías de las élites progresistas, también es evidente hasta qué punto este apoyo popular se ha convertido en un instrumento de demagogia desmedida.
En los años treinta, en Europa, la rebelión de las masas abrió paso a terribles soluciones autoritarias. ¿Y hoy? Es crucial, escribe Ferrara, “encontrar la manera de refundar la cultura de las élites y lanzar nuevos modelos de agregación de las masas que sean compatibles con el orden liberal de la democracia política”.
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¿Y en la Iglesia? Aquí tampoco faltan alineamientos subordinados a la ideología de las élites progresistas, aunque sean contradictorios en sus palabras o enfrentados a amplias rebeliones.
El visto bueno dado por la Santa Sede a finales de 2023 a la bendición de parejas homosexuales desató la protesta de todas las conferencias episcopales del África subsahariana, además de sectores significativos de la Iglesia en otros continentes.
Aunque el papa Francisco se haya pronunciado en varias ocasiones contra la ideología de género, lo cierto es que la opinión pública lo percibe mucho más como incluyente que excluyente. Su imagen es la de un Papa que abre las puertas a “todos, todos, todos” y que se abstiene de cualquier advertencia o condena, en nombre del “¿quién soy yo para juzgar?”.
Además, la visión profundamente antioccidental de Francisco —bien documentada en el reciente libro del historiador Loris Zanatta, “Bergoglio. Una biografía política”— lo hace sensible a los postulados de la “cancel culture”, que busca borrar siglos enteros de historia, culpabilizándolos en bloque. También sus feroces críticas contra los tradicionalistas refuerzan su imagen de iniciador de una nueva trayectoria inmaculada para la Iglesia, hostil a un pasado oscuro del que solo cabe pedir perdón.
Un clamoroso sometimiento del Papa a la “cancel culture” ocurrió durante su viaje a Canadá en julio de 2022 (ver foto).
El año anterior, en ese país, se había denunciado con gran estruendo la existencia de fosas comunes con cientos de niños indígenas enterrados cerca de escuelas católicas y anglicanas donde fueron forzados a permanecer, maltratados y separados de sus familias y tribus para ser “reeducados”. Las fosas aún no se habían encontrado ni excavado, y se creó un comité de investigación para esclarecer los hechos, pero de inmediato surgieron exigencias para que los obispos y el Papa pidieran perdón públicamente por este crimen. Así ocurrió, con un Francisco contrito que en Canadá pronunció durísimas palabras contra el colonialismo y el racismo, de los que la Iglesia fue declarada cómplice, llegando incluso a calificar como “genocidio” la muerte de esos niños.
Todo esto sin ninguna prueba de la existencia real de esas fosas, hasta el punto de que, tras tres años de búsquedas infructuosas, a principios de marzo el gobierno de Justin Trudeau cerró el comité de investigación. Sin embargo, también quedaron archivados los incendios y la destrucción de más de un centenar de iglesias, cometidos en represalia por aquel presunto comportamiento criminal.
Otro grave sometimiento a la “cancel culture” se vio en el sínodo de la Amazonia, en octubre de 2019, una vez más contra el colonialismo del que la Iglesia sería cómplice.
Para Francisco, uno de los objetivos de ese sínodo era valorar a las tribus amazónicas en su inocencia originaria, en su arcaico “buen vivir”, en feliz simbiosis entre el hombre y la naturaleza, antes de que fuera corrompido y pervertido por los colonizadores civiles y eclesiásticos.
Solo que este idílico “buen vivir” resultó incluir, en algunas tribus, infanticidios y muertes infligidas a los ancianos, justificados con el declarado propósito de garantizar un equilibrio “en la dimensión de la familia y en la amplitud de los grupos” y de “no obligar al espíritu de los ancianos a permanecer encadenado al cuerpo, sin poder seguir derramando sus beneficios sobre el resto de la familia”.
Palabras pronunciadas con imperturbable distanciamiento por un obispo amazónico y una experta brasileña convocada como consultora, en dos de las conferencias de prensa que acompañaron los trabajos sinodales.
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Sandro Magister ha sido firma histórica, como vaticanista, del semanario “L’Espresso”.
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