La verdad oculta tras el espectáculo del lavatorio de los pies. Una homilía del Papa Benedicto

En el calen­da­rio difun­di­do por el Vaticano a fina­les de mar­zo con las cele­bra­cio­nes pascua­les de este año, fal­ta­ba por com­ple­to la Misa “in coe­na Domini” de la tar­de del Jueves Santo.

Desde que Jorge Mario Bergoglio es Papa, siem­pre ha sido así. Solo en el últi­mo momen­to se anun­cia­ba dón­de cele­bra­ría, gene­ral­men­te en una cár­cel. Y la noti­cia no gira­ba tan­to en tor­no a la Misa, sino al lava­to­rio de los pies que rea­li­za­ría a doce reclu­sos o inmi­gran­tes, hom­bres y muje­res, cri­stia­nos, musul­ma­nes, creyen­tes o no.

Las homi­lías pro­nun­cia­das en estas oca­sio­nes por el Papa Francisco tam­bién han sido cohe­ren­tes con la prio­ri­dad abso­lu­ta dada al lava­to­rio de los pies: de pocas pala­bras, impro­vi­sa­das, casi siem­pre y solo redu­ci­das a una exhor­ta­ción al per­dón y al ser­vi­cio fra­ter­no.

De la Misa, no solía apa­re­cer ni siquie­ra un detal­le. Sin embar­go, la del Jueves Santo es un pilar de la litur­gia cri­stia­na: la con­me­mo­ra­ción de la últi­ma cena de Jesús con los apó­sto­les (en la ilu­stra­ción, un detal­le de un fre­sco de Giotto de 1303), la pri­me­ra de todas las Misas, de ayer, de hoy y de maña­na.

Incluso este año, con Francisco en con­di­cio­nes de salud pre­ca­rias, la expec­ta­ti­va gene­ral se cen­tró en quién y dón­de rea­li­za­ría en su lugar el lava­to­rio de los pies – con una suplen­cia que al final fue aban­do­na­da –, y sobre todo en la posi­ble apa­ri­ción fugaz del Papa en per­so­na, qui­zás con una visi­ta suya a la cer­ca­na cár­cel roma­na de Regina Coeli.

Pero, ¿por qué, en cam­bio, no sacar a la luz lo que la meta­mor­fo­sis del Jueves Santo rea­li­za­da por el actual pon­tí­fi­ce ha ocul­ta­do? ¿Por qué no vol­ver al cora­zón autén­ti­co de la Misa “in coe­na Domini”?

La que sigue es la homi­lía pro­nun­cia­da en la Misa del Jueves Santo de 2008 por el Papa Benedicto XVI, que siem­pre la cele­bra­ba en la Basílica de San Juan de Letrán.

La homi­lía par­te de la pági­na del Evangelio de Juan que se lee en esta Misa, en la que, en lugar del rela­to de la Última Cena, se nar­ra el de Jesús lavan­do los pies a sus apó­sto­les. Pero lo que el Papa Benedicto extrae de este pasa­je es incom­pa­ra­ble con la super­fi­cia­li­dad del espec­tá­cu­lo que lle­va años en boga.

Que la homi­lé­ti­ca ha sido una cum­bre del pon­ti­fi­ca­do de Joseph Ratzinger es un jui­cio com­par­ti­do por muchos. Y Settimo Cielo ya expli­có el por­qué en la intro­duc­ción a un libro que, por pri­me­ra vez en 2008, reco­pi­la­ba un año de pre­di­ca­ción litúr­gi­ca de ese Papa.

Esta homi­lía es una prue­ba esplén­di­da de ello. ¡Buena lec­tu­ra y feliz Pascua!

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Homilía de la Misa “in coena Domini” (20 de marzo de 2008) 

de Benedicto XVI

Queridos her­ma­nos y her­ma­nas: San Juan comien­za su rela­to sobre cómo Jesús lavó los pies a sus discí­pu­los con un len­gua­je espe­cial­men­te solem­ne, casi litúr­gi­co:  “Antes de la fie­sta de la Pascua, sabien­do Jesús que había lle­ga­do su hora de pasar de este mun­do al Padre, habien­do ama­do a los suyos que esta­ban en el mun­do, los amó hasta el extre­mo” (Jn 13, 1).

Ha lle­ga­do la “hora” de Jesús, hacia la que se orien­ta­ba desde el ini­cio todo su obrar. San Juan descri­be con dos pala­bras el con­te­ni­do de esa hora: paso (meta­bai­nein, meta­ba­sis) y amor (aga­pe). Esas dos pala­bras se expli­can mutua­men­te: ambas descri­ben jun­ta­men­te la Pascua de Jesús: cruz y resur­rec­ción, cru­ci­fi­xión como ele­va­ción, como “paso” a la glo­ria de Dios, como un “pasar” de este mun­do al Padre. No es como si Jesús, después de una bre­ve visi­ta al mun­do, aho­ra sim­ple­men­te par­tie­ra y vol­vie­ra al Padre. El paso es una tran­sfor­ma­ción. Lleva con­si­go su car­ne, su ser hom­bre. En la cruz, al entre­gar­se a sí mismo, que­da como fun­di­do y tran­sfor­ma­do en un nue­vo modo de ser, en el que aho­ra está siem­pre con el Padre y al mismo tiem­po con los hom­bres. Transforma la cruz, el hecho de dar­le muer­te a él, en un acto de entre­ga, de amor hasta el extre­mo.

Con la expre­sión “hasta el extre­mo” san Juan remi­te anti­ci­pa­da­men­te a la últi­ma pala­bra de Jesús en la cruz: todo se ha rea­li­za­do, “todo está cum­pli­do” (Jn 19, 30).

Mediante su amor, la cruz se con­vier­te en meta­ba­sis, tran­sfor­ma­ción del ser hom­bre en el ser par­tí­ci­pe de la glo­ria de Dios. En esta tran­sfor­ma­ción Cristo nos impli­ca a todos, arra­strán­do­nos den­tro de la fuer­za tran­sfor­ma­do­ra de su amor hasta el pun­to de que, estan­do con él, nue­stra vida se con­vier­te en “paso”, en tran­sfor­ma­ción. Así reci­bi­mos la reden­ción, el ser par­tí­ci­pes del amor eter­no, una con­di­ción a la que ten­de­mos con toda nue­stra exi­sten­cia.

En el lava­to­rio de los pies este pro­ce­so esen­cial de la hora de Jesús está repre­sen­ta­do en una espe­cie de acto pro­fé­ti­co sim­bó­li­co.

En él Jesús pone de relie­ve con un gesto con­cre­to pre­ci­sa­men­te lo que el gran him­no cri­sto­ló­gi­co de la car­ta a los Filipenses descri­be como el con­te­ni­do del miste­rio de Cristo. Jesús se despo­ja de las vesti­du­ras de su glo­ria, se ciñe el “vesti­do” de la huma­ni­dad y se hace escla­vo. Lava los pies sucios de los discí­pu­los y así los capa­ci­ta para acce­der al ban­que­te divi­no al que los invi­ta.

En lugar de las puri­fi­ca­cio­nes cul­tua­les y exter­nas, que puri­fi­can al hom­bre ritual­men­te, pero deján­do­lo tal como está, se rea­li­za un baño nue­vo: Cristo nos puri­fi­ca median­te su pala­bra y su amor, median­te el don de sí mismo. “Vosotros ya estáis lim­pios gra­cias a la pala­bra que os he anun­cia­do”, dirá a los discí­pu­los en el discur­so sobre la vid (Jn 15, 3).

Nos lava siem­pre con su pala­bra. Sí, las pala­bras de Jesús, si las aco­ge­mos con una acti­tud de medi­ta­ción, de ora­ción y de fe, desar­rol­lan en noso­tros su fuer­za puri­fi­ca­do­ra. Día tras día nos cubri­mos de muchas cla­ses de sucie­dad, de pala­bras vacías, de pre­jui­cios, de sabi­du­ría redu­ci­da y alte­ra­da; una múl­ti­ple semi-falsedad o fal­se­dad abier­ta se infil­tra con­ti­nua­men­te en nue­stro inte­rior. Todo ello ofu­sca y con­ta­mi­na nue­stra alma, nos ame­na­za con la inca­pa­ci­dad para la ver­dad y para el bien. Las pala­bras de Jesús, si las aco­ge­mos con cora­zón aten­to, rea­li­zan un autén­ti­co lava­do, una puri­fi­ca­ción del alma, del hom­bre inte­rior.

El evan­ge­lio del lava­to­rio de los pies nos invi­ta a dejar­nos lavar con­ti­nua­men­te por esta agua pura, a dejar­nos capa­ci­tar para par­ti­ci­par en el ban­que­te con Dios y con los her­ma­nos. Pero, después del gol­pe de la lan­za del sol­da­do, del costa­do de Jesús no sólo salió agua, sino tam­bién san­gre (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 6. 8). Jesús no sólo habló; no sólo nos dejó pala­bras. Se entre­ga a sí mismo. Nos lava con la fuer­za sagra­da de su san­gre, es decir, con su entre­ga “hasta el extre­mo”, hasta la cruz. Su pala­bra es algo más que un sim­ple hablar; es car­ne y san­gre “para la vida del mun­do” (Jn 6, 51).

En los san­tos sacra­men­tos, el Señor se arro­dil­la siem­pre ante nue­stros pies y nos puri­fi­ca. Pidámosle que el baño sagra­do de su amor ver­da­de­ra­men­te nos pene­tre y nos puri­fi­que cada vez más.

Si escu­cha­mos el evan­ge­lio con aten­ción, pode­mos descu­brir en el epi­so­dio del lava­to­rio de los pies dos aspec­tos diver­sos. El lava­to­rio de los pies de los discí­pu­los es, ante todo, sim­ple­men­te una acción de Jesús, en la que les da el don de la pure­za, de la “capa­ci­dad para Dios”. Pero el don se tran­sfor­ma después en un ejem­plo, en la tarea de hacer lo mismo unos con otros.

Para refe­rir­se a estos dos aspec­tos del lava­to­rio de los pies, los san­tos Padres uti­li­za­ron las pala­bras sacra­men­tum y exem­plum. En este con­tex­to, sacra­men­tum no signi­fi­ca uno de los sie­te sacra­men­tos, sino el miste­rio de Cristo en su con­jun­to, desde la encar­na­ción hasta la cruz y la resur­rec­ción. Este con­jun­to es la fuer­za sana­do­ra y san­ti­fi­ca­do­ra, la fuer­za tran­sfor­ma­do­ra para los hom­bres, es nue­stra meta­ba­sis, nue­stra tran­sfor­ma­ción en una nue­va for­ma de ser, en la aper­tu­ra a Dios y en la comu­nión con él.

Pero este nue­vo ser que él nos da sim­ple­men­te, sin méri­to nue­stro, después en noso­tros debe tran­sfor­mar­se en la diná­mi­ca de una nue­va vida. El bino­mio don y ejem­plo, que encon­tra­mos en el pasa­je del lava­to­rio de los pies, es carac­te­rí­sti­co para la natu­ra­le­za del cri­stia­ni­smo en gene­ral. El cri­stia­ni­smo no es una espe­cie de mora­li­smo, un sim­ple siste­ma éti­co. Lo pri­me­ro no es nue­stro obrar, nue­stra capa­ci­dad moral. El cri­stia­ni­smo es ante todo don: Dios se da a noso­tros; no da algo, se da a sí mismo. Y eso no sólo tie­ne lugar al ini­cio, en el momen­to de nue­stra con­ver­sión. Dios sigue sien­do siem­pre el que da. Nos ofre­ce con­ti­nua­men­te sus dones. Nos pre­ce­de siem­pre. Por eso, el acto cen­tral del ser cri­stia­nos es la Eucaristía: la gra­ti­tud por haber reci­bi­do sus dones, la ale­gría por la vida nue­va que él nos da.

Con todo, no debe­mos ser sólo desti­na­ta­rios pasi­vos de la bon­dad divi­na. Dios nos ofre­ce sus dones como a inter­lo­cu­to­res per­so­na­les y vivos. El amor que nos da es la diná­mi­ca del “amar jun­tos”, quie­re ser en noso­tros vida nue­va a par­tir de Dios. Así com­pren­de­mos las pala­bras que dice Jesús a sus discí­pu­los, y a todos noso­tros, al final del rela­to del lava­to­rio de los pies: “Os doy un man­da­mien­to nue­vo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he ama­do, así os améis tam­bién voso­tros los unos a los otros” (Jn 13, 34). El “man­da­mien­to nue­vo” no con­si­ste en una nor­ma nue­va y difí­cil, que hasta enton­ces no exi­stía. El man­da­mien­to nue­vo con­si­ste en amar jun­to con Aquel que nos ha ama­do pri­me­ro.

Así debe­mos enten­der tam­bién el Sermón de la mon­taña. No signi­fi­ca que Jesús haya dado enton­ces pre­cep­tos nue­vos, que repre­sen­ta­ban exi­gen­cias de un huma­ni­smo más subli­me que el ante­rior. El Sermón de la mon­taña es un cami­no de entre­na­mien­to para iden­ti­fi­car­se con los sen­ti­mien­tos de Cristo (cfr. Flp 2,5), un cami­no de puri­fi­ca­ción inte­rior que nos lle­va a vivir en comu­nión con Él. Lo nue­vo es el don que nos intro­du­ce en la men­ta­li­dad de Cristo. Si tene­mos eso en cuen­ta, per­ci­bi­mos cuán lejos esta­mos a menu­do con nue­stra vida de esta nove­dad del Nuevo Testamento, y cuán poco damos a la huma­ni­dad el ejem­plo de amar en comu­nión con su amor. Así no le damos la prue­ba de cre­di­bi­li­dad de la ver­dad cri­stia­na, que se demue­stra con el amor. Precisamente por eso, que­re­mos pedir­le con más insi­sten­cia al Señor que, median­te su puri­fi­ca­ción, nos haga madu­ros para el man­da­mien­to nue­vo.

En el pasa­je evan­gé­li­co del lava­to­rio de los pies, la con­ver­sa­ción de Jesús con Pedro pre­sen­ta otro aspec­to de la prác­ti­ca de la vida cri­stia­na, en el que quie­ro cen­trar, por últi­mo, la aten­ción.

En un pri­mer momen­to, Pedro no que­ría dejar­se lavar los pies por el Señor. Esta inver­sión del orden, es decir, que el mae­stro, Jesús, lava­ra los pies, que el amo rea­li­za­ra la tarea del escla­vo, con­tra­sta­ba total­men­te con su temor reve­ren­cial hacia Jesús, con su con­cep­to de rela­ción entre mae­stro y discí­pu­lo. “No me lava­rás los pies jamás” (Jn 13, 8), dice a Jesús con su aco­stum­bra­da vehe­men­cia. Es la misma men­ta­li­dad que, tras la pro­fe­sión de fe en Jesús, Hijo de Dios, en Cesarea de Filipo, lo había lle­va­do a opo­ner­se a Él cuan­do anun­ció el recha­zo y la cruz: «¡De nin­gún modo te suce­de­rá esto!», había decla­ra­do Pedro cate­gó­ri­ca­men­te (Mt 16, 22). Su con­cep­to de Mesías impli­ca­ba una ima­gen de maje­stad, de gran­de­za divi­na. Debía apren­der con­ti­nua­men­te que la gran­de­za de Dios es diver­sa de nue­stra idea de gran­de­za; que con­si­ste pre­ci­sa­men­te en aba­jar­se, en la humil­dad del ser­vi­cio, en la radi­ca­li­dad del amor hasta el despo­ja­mien­to total de sí mismo. Y tam­bién noso­tros debe­mos apren­der­lo sin cesar, por­que siste­má­ti­ca­men­te desea­mos un Dios de éxi­to y no de pasión; por­que no somos capa­ces de caer en la cuen­ta de que el Pastor vie­ne como Cordero que se entre­ga y nos lle­va así a los pastos ver­da­de­ros.

Cuando el Señor dice a Pedro que si no le lava los pies no ten­drá par­te con él, Pedro inme­dia­ta­men­te pide con ímpe­tu que no sólo le lave los pies, sino tam­bién la cabe­za y las manos. Jesús enton­ces pro­nun­cia unas pala­bras miste­rio­sas: “El que se ha baña­do, no nece­si­ta lavar­se excep­to los pies” (Jn 13, 10). Jesús alu­de a un baño que los discí­pu­los ya habían hecho; para par­ti­ci­par en el ban­que­te sólo les hacía fal­ta lavar­se los pies. Pero, natu­ral­men­te, esas pala­bras encier­ran un sen­ti­do muy pro­fun­do. ¿A qué alu­den? No lo sabe­mos con cer­te­za. En cual­quier caso, ten­ga­mos pre­sen­te que el lava­to­rio de los pies, según el sen­ti­do de todo el capí­tu­lo, no indi­ca un sacra­men­to con­cre­to, sino el sacra­men­tum Christi en su con­jun­to, su ser­vi­cio de sal­va­ción, su aba­ja­mien­to hasta la cruz, su amor hasta el extre­mo, que nos puri­fi­ca y nos hace capa­ces de Dios.

Con todo, aquí, con la distin­ción entre baño y lava­to­rio de los pies, se pue­de descu­brir tam­bién una alu­sión a la vida en la comu­ni­dad de los discí­pu­los, a la vida de la Iglesia – una alu­sión que Juan tal vez quie­re con­scien­te­men­te tran­smi­tir a las comu­ni­da­des de su tiem­po. Entonces pare­ce cla­ro que el baño que nos puri­fi­ca defi­ni­ti­va­men­te y no debe repe­tir­se es el bau­ti­smo, por el que somos sumer­gi­dos en la muer­te y resur­rec­ción de Cristo, un hecho que cam­bia pro­fun­da­men­te nue­stra vida, dán­do­nos una nue­va iden­ti­dad que per­ma­ne­ce, si no la arro­ja­mos como hizo Judas.

Pero tam­bién en la per­ma­nen­cia de esta nue­va iden­ti­dad, dada por el bau­ti­smo, para la comu­nión con Jesús en el ban­que­te, nece­si­ta­mos el “lava­to­rio de los pies”. ¿De qué se tra­ta? Me pare­ce que la pri­me­ra car­ta de san Juan nos da la cla­ve para com­pren­der­lo. En ella se lee: “Si deci­mos que no tene­mos peca­do, nos engaña­mos y la ver­dad no está en noso­tros. Si reco­no­ce­mos —si con­fe­sa­mos— nue­stros peca­dos, fiel y justo es él para per­do­nar­nos los peca­dos y puri­fi­car­nos de toda inju­sti­cia” (1Jn 1, 8–9). Necesitamos el “lava­to­rio de los pies”, nece­si­ta­mos ser lava­dos de los peca­dos de cada día; por eso, nece­si­ta­mos la con­fe­sión de los peca­dos.

Cómo se desar­rol­ló esto exac­ta­men­te en las comu­ni­da­des joá­ni­cas, no lo sabe­mos. Pero la direc­ción que mar­ca la pala­bra de Jesús a Pedro es evi­den­te: para par­ti­ci­par en el ban­que­te de la comu­ni­dad con Cristo, hemos de vivir en la ver­dad. Debemos reco­no­cer que inclu­so en nue­stra nue­va iden­ti­dad de bau­ti­za­dos peca­mos. Necesitamos la con­fe­sión tal como ha toma­do for­ma en el sacra­men­to de la Reconciliación. En él el Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder así sen­tar­nos a la mesa con él.

Pero de este modo tam­bién asu­men un sen­ti­do nue­vo las pala­bras con las que el Señor ensan­cha el sacra­men­tum con­vir­tién­do­lo en un exem­plum, en un don, en un ser­vi­cio al her­ma­no: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lava­do los pies, voso­tros tam­bién debéis lava­ros los pies unos a otros” (Jn 13, 14). Debemos lavar­nos los pies unos a otros en el mutuo ser­vi­cio dia­rio del amor. Pero debe­mos lavar­nos los pies tam­bién en el sen­ti­do de que nos per­do­na­mos con­ti­nua­men­te unos a otros. La deu­da que el Señor nos ha con­do­na­do, siem­pre es infi­ni­ta­men­te más gran­de que todas las deu­das que los demás pue­dan tener con respec­to a noso­tros (cf. Mt 18, 21–35). El Jueves san­to nos exhor­ta a no dejar que, en lo más pro­fun­do, el ren­cor hacia el otro se tran­sfor­me en un enve­ne­na­mien­to del alma. Nos exhor­ta a puri­fi­car con­ti­nua­men­te nue­stra memo­ria, per­do­nán­do­nos mutua­men­te de cora­zón, laván­do­nos los pies los unos a los otros, para poder así par­ti­ci­par jun­tos en el ban­que­te de Dios.

El Jueves san­to es un día de gra­ti­tud y de ale­gría por el gran don del amor hasta el extre­mo, que el Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gra­ti­tud y la ale­gría se tran­sfor­men en noso­tros en la fuer­za para amar jun­ta­men­te con su amor. Amén.

© Copyright 2008 — Libreria Editrice Vaticana

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Sandro Magister ha sido fir­ma histó­ri­ca, como vati­ca­ni­sta, del sema­na­rio “L’Espresso”.
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