Entre los teóricos de la nueva América de la presidencia de Trump se encuentran también “los nacionalistas cristianos”, afirma Anne Applebaum, historiadora y estudiosa de las autocracias. Y menciona un nombre: “Patrick Deneen, profesor en Notre Dame, en su libro ‘Regime Change’ sostiene que el Estado estadounidense debería ser religioso y no secular”.
Deneen es una gran inspiración para J.D. Vance, el vicepresidente de Donald Trump, así como para Marco Rubio, actual ministro de Relaciones Exteriores, ambos católicos fervientes y públicos: el segundo con una cruz pintada en la frente el Miércoles de Ceniza, día que marca el inicio de la Cuaresma; el primero haciéndose imponer las cenizas en la pista del aeropuerto, después de una visita a la frontera de Texas con México (ver foto).
Es impensable que algo similar ocurra en Europa, que fue la cuna de la civilización cristiana y liberal. Para los políticos católicos Konrad Adenauer, Robert Schuman y Alcide De Gasperi, los fundadores de la comunidad europea moderna, se están iniciando los procesos de beatificación, pero su fe era tan vigorosa como públicamente sobria, con una clara distinción entre Dios y el César, y precisamente por eso también habrían caído bajo el hacha empuñada por Vance en la conferencia de Múnich el pasado 14 de febrero, cuando humilló al Viejo Continente por haberse “retirado de sus valores fundamentales” hasta “criminalizar la oración”.
El comportamiento agresivo de Vance, junto con Trump, contra el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky, el 28 de febrero en el Despacho Oval de la Casa Blanca, causó impacto en todo el mundo.
Pero pocos saben que apenas dos horas antes de esa agresión, Vance había pronunciado un discurso ante una audiencia católica muy representativa. Un discurso en el que conmovió al público al relatar el bautismo de su hijo de 7 años; citó extensamente las palabras pronunciadas por el Papa Francisco en el punto álgido de la epidemia de Covid en una Plaza de San Pedro desierta y azotada por la lluvia; y rezó por su salud.
Pero, sobre todo, en ese discurso, Vance buscó “catolizar” las acciones de Trump. Está bien alcanzar la “prosperidad”, dijo, pero lo que “el catolicismo enseña a nuestros funcionarios públicos es preocuparse por las cosas profundas, las cosas importantes, la protección de los no nacidos, la prosperidad de nuestros hijos y la salud y sacralidad de nuestros matrimonios”. Y eso es lo que distingue al actual presidente estadounidense. Exactamente como en su política exterior, que con Trump “está más en línea con la enseñanza social cristiana y con la fe católica que con cualquier otro presidente de mi vida”.
De hecho, según Vance, las intervenciones militares pasadas de Estados Unidos en el extranjero “han llevado al desarraigo de las comunidades cristianas locales” –y aquí aludió a la guerra en Irak, en la que él mismo luchó con posterior “vergüenza”, pero que también se libró en nombre de esa “exportación de la democracia” teorizada por la corriente católica entonces en boga de Michael Novak, Richard J. Neuhaus y George Weigel–, ahora todo ha cambiado para mejor, porque cuando Trump habla de la necesidad de la paz en Rusia y Ucrania, “su política está orientada a salvar vidas y cumplir uno de los mandamientos más importantes de Cristo, además de proteger la libertad religiosa de los cristianos”.
Entre los asistentes que escucharon a Vance en el Walter E. Washington Convention Center, no lejos de la Casa Blanca, estaban los mil quinientos invitados al National Catholic Prayer Breakfast, un evento anual que nació en la época de Juan Pablo II. Muchos y cálidos aplausos, no se sabe cuán conscientemente coherentes con la agresión verbal de Vance a Zelensky unas horas después, a quien acusó de hacer “giras de propaganda” sobre el sufrimiento del pueblo ucraniano, así como con la intensificación de los bombardeos rusos sobre objetivos civiles en una Ucrania privada de un día para otro por Trump de los instrumentos electrónicos de defensa aérea.
Hay una curiosa similitud entre esta aventura política y religiosa, de la que el católico Vance es el cerebro, y el eje consolidado en Rusia entre Vladimir Putin y el patriarca de Moscú Kirill, bajo el lema de una “guerra santa” contra la degenerada civilización europea.
Pocos notan esta similitud, atraídos más bien por un inventario predecible de los puntos de fricción entre Trump y el Papa Francisco.
El principal de estos puntos de fricción se refiere a la política de inmigración. Francisco nunca ha ocultado su rechazo al “programa de deportación masiva” deseado por Trump. Sobre esto, el Papa es tan sensible que su primera intervención pública después del cambio en la Casa Blanca fue una carta a los obispos de Estados Unidos en la que condena enérgicamente precisamente la expulsión de los inmigrantes, polemizando en particular con los argumentos morales esgrimidos en apoyo de tal política por el católico Vance.
Quien, sin embargo, en su discurso en el Catholic Prayer Breakfast, se cuidó bien de criticar al Papa en este punto, el Papa que en Washington ha instalado al más acérrimo opositor a Trump entre los cardenales estadounidenses, Robert W. McElroy, como contrapartida al nombramiento hecho por Trump del nuevo embajador de Estados Unidos ante la Santa Sede en la persona de Brian Burch, muy activo presidente de CatholicVote y amigo de Vance.
Más que las divergencias, a Trump y a los católicos que lo rodean les importan las convergencias con la política de Francisco. Que se refieren principalmente a Ucrania: con las repetidas acusaciones del Papa a la OTAN de haber “ladrado” durante años en las fronteras de Rusia provocando su reacción de autodefensa; con su exhortación a la misma Ucrania a “izar la bandera blanca” y rendirse; con una simpatía general por el “mundo ruso” político y religioso alentada por la diplomacia paralela de la Comunidad de San Egidio, mucho más querida por el Papa que la Secretaría de Estado.
El hecho es que la brutal humillación pública infligida por Trump y Vance a Zelensky el 28 de febrero no ha provocado en las autoridades vaticanas –a pesar del forzado silencio del Papa gravemente enfermo– ni siquiera una mínima palabra no tanto de protesta, sino al menos de equilibrio y corrección.
De hecho, en los días siguientes ocurrió lo contrario. El plan “Rearm Europe” de 800 mil millones para el vital fortalecimiento militar de una Europa ya no defendida desde la otra orilla del Atlántico y, por tanto, aún más bajo la amenaza de la agresión rusa, con Ucrania pagando el altísimo precio, solo ha recibido palabras de repudio desde el Vaticano, aunque no firmadas por Francisco o la Secretaría de Estado, sino por el número dos del dicasterio para la comunicación, Andrea Tornielli, autor de un editorial publicado el 6 de marzo en los medios pontificios para advertir a Europa que gaste ese dinero contra la pobreza y el hambre en el mundo en lugar de “para inflar los arsenales y, por tanto, los bolsillos de los fabricantes de muerte”.
Acompañando este editorial había también una nutrida antología de las palabras dichas al respecto por el Papa Francisco, año tras año.
Con un silencio sepulcral, en cambio, sobre los verdaderos orígenes del martirio del pueblo ucraniano, sobre su derecho a defenderse no con las manos vacías y sobre las condiciones reales que solo pueden hacer “justa” la paz para esa nación.
Cuando Francisco llevaba algunos días en el hospital, el arzobispo mayor de la Iglesia greco-católica ucraniana Sviatoslav Shevchuk estaba en América, primero en Filadelfia y Washington, Estados Unidos, y luego en Toronto, Canadá, donde tuvo discursos en apoyo de la paz en su país, pero, precisamente, de una paz “justa”, que es tal –dijo– solo cuando coincide con “un compromiso inquebrantable e inflexible en defender la verdad”.
Los inmensos sufrimientos del pueblo ucraniano, de hecho –dijo Shevchuk–, son el producto de colosales falsificaciones de la historia pasada y presente, de esa ideología del “russkij mir”, del “mundo ruso”, que requiere el aniquilamiento de Ucrania dentro del imperio de Moscú.
Por el contrario, Ucrania ha sido pacífica desde el principio. “Apenas tres años después de obtener la independencia, en diciembre de 1994, desmanteló su arsenal nuclear, que en ese momento era más grande que los de Reino Unido, Francia y China juntos”, entregándolo precisamente a Rusia a cambio de la inviolabilidad de sus fronteras. “Un acto de tal coraje habría merecido el Premio Nobel de la Paz”. Y, sin embargo, Ucrania sufrió la traición de ese acuerdo, con la invasión llevada a cabo por Rusia años después.
Una invasión a la que el pueblo ucraniano ha respondido con coraje indomable e “integridad moral”, pero también con la necesidad del “apoyo de esas naciones occidentales que hemos buscado emular al crear una sociedad que promueve la ley, la justicia y la dignidad humana”.
Después de la conferencia internacional sobre seguridad celebrada en Múnich el 14 de febrero, en la que Vance atacó a Europa, también el ministro de Relaciones Exteriores vaticano Paul R. Gallagher, en una entrevista con la revista de los jesuitas de Nueva York “America”, insistió en el respeto a la verdad en la guerra en Ucrania, donde “debemos ser muy claros sobre qué tanques han cruzado la frontera; la decisión de invadir fue solo de Rusia”.
En cuanto al logro de la paz, Gallagher afirmó: “Nuestro punto de partida es la soberanía y la integridad territorial de Ucrania”, subrayando que corresponde a los ucranianos decidir qué están dispuestos a conceder en una negociación de la que deben formar parte de manera indispensable.
De igual modo contundente fue la declaración “en apoyo de Ucrania y su pueblo”, publicada el 4 de marzo por la presidencia de la Comisión de conferencias episcopales europeas:
“La invasión rusa de Ucrania es una flagrante violación del derecho internacional. El uso de la fuerza para alterar las fronteras nacionales y los atroces actos cometidos contra la población civil no solo son injustificables, sino que exigen la consecuente búsqueda de justicia y rendición de cuentas. […] Para que sea sostenible y justo, un futuro acuerdo de paz debe respetar plenamente el derecho internacional y estar respaldado por garantías de seguridad efectivas que impidan la reanudación del conflicto. […] Y será igualmente importante que se defiendan y protejan los derechos de todas las comunidades, incluida la minoría de habla rusa. […] La lucha de Ucrania por la paz y la defensa de su integridad territorial no es sólo una lucha por su propio futuro. Su resultado también será decisivo para el destino de todo el continente europeo y de un mundo libre y democrático”.
Sin embargo, hasta la fecha, nada de esta claridad ha sido evidente en las palabras y acciones del Papa Francisco sobre la agresión a Ucrania y lo que ha seguido. Nada remotamente comparable a la vibrante carta a Trump firmada por Lech Walesa, el inolvidable líder de Solidaridad y ex presidente de Polonia, y otros ex presos políticos polacos de los tiempos de la Unión Soviética, al día siguiente del cruel “espectáculo” montado en la Casa Blanca el 28 de febrero.
De esta insignificancia del sucesor de Pedro, Trump se beneficia. Y con él Putin, en un pacto de dos contra el pueblo ucraniano y la Europa libre que el muy mesurado Gianfranco Brunelli, director y analista político de la prestigiosa revista católica “Il Regno”, escribe que “se parece mucho al pacto Molotov-Ribbentrop”, entre Moscú y Berlín, al inicio de la Segunda Guerra Mundial.
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Sandro Magister ha sido firma histórica, como vaticanista, del semanario “L’Espresso”.
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